martes, 15 de diciembre de 2009

Ella

Con la muerte todavía mezclada con su saliva, y las manos oliendole a tabaco, notó que se le calentaba el alma. Que era fuego lo que manejaba sus pensamientos, un odio irreconocible el que asaltaba su tren en marcha. Se sorprendió agarrando el cuchullo por el filo, apretando los dientes intentando contenerse; dejándose llevar por su más intimo sentimiento. Le latía el corazón en el cuello, en las manos se mezclaban el sudor y la sangre. Asomaba por su boca un grito de rabia y angustia, resentimiento y cobardía que intentaba no convertir en lágrimas: toda su coraza había caído al suelo, retumbando en sus oídos y rompiéndose en cristales. Puñetazo sobre la mesa. Los frasquitos llenos de sangre saltaron asustados. Su lengua decía palabras en una lengua que no entendía, pero captaba el mensaje, hablaba en susurros ensimismado en su pensamiento. "Pronto, pronto, pronto, pronto..." pensaba salivando odio.

Era su canción, su maldita canción perfecta que sonaba en la radio. Le arrancaba el corazón con cada nota de piano, y ni así podía odiarla. Su muerte era un sentimiento romántico que tenía interiorizado. Ella no podía morir; él no podía matarla, pero sólo podía quedar uno. Sólo él sabía que no podría vivir sin ella, que se le escapa el olor de su nariz cuando no está cerca; mata para poder saber que esta viva, que no corre peligro. Que no corre su peligro, el de él. Cae al suelo de rodillas con un ruido sordo, bien agarrado el cuchillo y el pelo manchado de sangre: sus ojos verdes brillan al ritmo de su tortura, de su secreto más personal. "Quiero ver tu reflejo manchado de rojo en este cuchillo, quiero oler tu sangre para saber lo que nunca tendré. Quiero perder. Sentir como se enfría tu piel por mi culpa, regalarme tu último aliento." Borracho de café y sufrimiento aporreó el suelo con las manos rojas, dejó huellas dactilares por el mármol dejando rastro de su desgracia. "Cuatro más y seré libre; cuatro más y estaré solo; cuatro más y ella no me seguirá"

Sangre

La niebla ahogaba el humo de su cigarrillo, fundiéndolo con el vaho y el agua. Típico tiempo de invierno, ambiente melancólico que adorna la muerte tiñéndola de blanco. El frío hizo suyo el cuerpo inerte de la tercera muchacha, empapada del agua del suelo y con toda la sangre todavía en las venas; estancada, sin ritmo. Apuró hasta la boquilla el quinto cigarrillo y se entretuvo haciendo sus "oes" características, quinta gota en la muñeca; cinco movimientos entrenados. Ya se hablaba en la calle de su obra, de su método sofisticado de arrebatar alientos de manera invisible.

-Disculpe señor, ¿me da un cigarrillo?, tengo mono. Es más, el mono soy yo... o lo terminaré siendo. ¡Deme un cigarrillo!, estoy loco ¿sabe?, me conocen como potro loco; y no sin razón. Que he estado en la cárcel, tres veces, dos a ver a mi cuñao y la otra a ver a mi primo, pero vamos se que se cuece por allí; soy peligrosísimo, muy mucho peligroso, óyeme lo que te digo.- La cara a medio afeitar y su enorme nariz no eran las rasgos más indicados para tomar en serio a ese individuo. Su peligrosidad de la que tanto fardaba se la debía de haber dejado en casa. Hacía movimientos con las manos dentro de los bolsillos, simulando tener una navaja. Él tiró la colilla y se fue a encender otro cigarrillo, la muchacha inerte miraba al curioso personaje sin pestañear, taladrándolo con sus ojos verdes.

-Tu amiga está incosciente. Lo digo por si no te has dado cuenta.- dijo mientras se sorbía la nariz, intentando seguir siendo intimidante - ¿ me vas a dar el cigarro de una puñetera vez?

-Mira, estos cigarros no son para ti. Son míos, por lo menos de momento. Éste es mi momento, no me lo quites. No sabes quien soy, y no lo sabrás; no sabes lo que hago y no lo quieres saber. Si quieres seguir con tu pantomima de atracador vete a robar los bolsos a las viejas, a mí me dejas en paz. Y cierra la boca, te van a entrar moscas - le dijo arrastrando las palabras y mirándolo de reojo. El individuo fue a contestar, pero un sonoro golpe en la nariz lo calló de repente. Él se había levantado de repente, hizo imponer el factor sorpresa y su gran envergadura para arrearle un señor puñetazo. Odiaba la sangre que resbalaba por sus nudillos, y maldecía en silencio al malnacido que había roto su paz interior. Escupió donde antes estaba pidiéndole el cigarrilo, y se encendió otro mientras veía la espalda encorvada corriendo delante de él, dejando un rastro de sangre negra. Volvió a sentarse, le colocó a la muchacha el mechón rebelde de su cara y volvió a perderse en sus ojos verdes. Seguía muerta.