miércoles, 20 de enero de 2010

Golpe

Ella le hablaba sin mostrar su rostro, dejando que su nuca tradujera sus palabras. Él no podía abrir la boca, no entendía ni una palabra. Entre sus ojos y su cerebro aparecieron todos los cuerpos desnudos de todas sus amantes, agarradas de las manos de las siete; de sus siete víctimas. Se le heló la sangre con la última palabra arrastrada de sus labios. Se daba la vuelta, lenta.
- Sé quien eres, nadie te busca, nadie sabe nada. Nadie excepto yo. Sé quién eres.
Martillos, platillos, platos rotos y agua bajando a toda velocidad; truenos, cristales rotos, piedras sobre el suelo; ruido, ruido y ruido. Sus oidos eran ruido; era caos y su voz por encima de todo. Un grado centígrado en la calle, él ardía de frío. Se sentía taladrado por sus ojos verdes, por la voz que salía de esos labios llenos de sangre. ¿Sangre?
- Abril, creo que el quince. Hacía sol, aunque había nubes. Recuerdo una ceremonia, un banquete y mucho alcohol. Hace dos años de eso... ¿recuerdas An...?
Un sonoro golpe la calló. Estaba hablando demasiado, la sangre le había vuelto a la cara. Se sonrojaba de su inutilidad; muerte, ella merecía esas cinco letras. Volvió a fumar.
- No vuelvas a recordar- le dijo con el cigarrillo en la boca, escupiéndole el humo a los ojos.
- ¿A cuantas has matado?- Esupió más sangre tras el segundo golpe.- Me dijiste que matarías por mí- otro golpe que manchó sus nudillos. - Sabes quién soy, somos de la misma sangre- el cuarto. - Tardé en reconocerte, has cambiado mucho; el sufrimiento quizás, pero te sigo viendo en esos ojos...- el quinto y el sexto dejaron tras de sí una rabia antes contenida.
- No vuelvas a hablar, no somos nada. Pero por si acaso, quiero ver tu sangre de cerca. ¡No, la que bombea tu corazón!, la de tu boca la han contaminado tus palabras.
Su cuchillo nunca lo había traicionado. Relucía al brillo de las farolas, estaban los dos reflejados en la hoja. Alenne, no se movió. El cuchillo al alzarse reflejo la luna.

Barro

Caminaba con las manos llenas de barro de la ciudad en la que siempre llueve; al este de la frontera, al sur del país, tierra adentro hacia el norte de las columnas de Hércules. Dejaba su rastro marrón por los escaparates cerrados a cal y canto. Se detuvo delante de un maniquí que parecía mirarlo como si lo conociera de toda la vida, le sostuvo la mirada desafiante. "Es sólo un maniquí", se dijo antes de volver a caminar, dejando su brazo izquierdo hacia atrás, rozando las paredes, manchando el orden nocturno. Llovía, aunque no tan copiosamente como acostumbraba durante las semanas anteriores. Los perros ya salían a buscar en la basura, y los gatos huían de su olor. Arrastraba los pies y estropeaba cada charco que encontraba, llenándolo de sus suelas. "Trabajo hecho". Llegó al final del túnel, siete de siete; escalera de gotas de sangre, terminó la partida. Ahora se permitía fumar, y fumaba con su mano derecha recorriendo el camino hasta sus labios de manera mecánica; el tabaco no sabía igual. Muerte. La muerte da sabor a su suicidio cancerígeno. Muerte. Muerte.

Se paró en seco, abrió la boca buscando gotas; pero ya no llovía. Ella estaba allí. Silueta de siluetas, el recorte de su cuerpo oscurecía el final del callejón. Goteaba agua la falda, que debía pesar varios kilos más. Él se encendió otro cigarrillo, se acarició la cara con la mano embarrada, y se acarició la herida del brazo: sintiendo un dolor agudo que taladró si hipotálamo; estaba vivo. El humo se mezclaba con su vaho, perdiéndose ambos en la niebla que empezaba a bajar de las nubes. Ella había cambiado el tiempo. Caminaba delante de él, de espaldas, desorientada, vagabunda. Era su oportunidad. Silencioso se colocó tras sus pasos: izquierdo con izquierdo, derecho con derecho. Alzó la mano izquierda, estiró el dedo índice... dos toques en el hombro, una mirada perdida correspondida con una sonrisa de sus labios, y otra vez la muerte tendría trabajo esa noche. Pero a veces los muertos hablan antes de morir, y matan al asesino:
- Que tarde vienes- dijo Alenne. y paró el corazón de él.

martes, 12 de enero de 2010

Ventana

Ya había pasado más de un mes, en la ciudad seguía lloviendo. Alenne seguía perdida entre las gotas interminables, dejándose llevar el verde de sus ojos por el reflejo de ellas, recordándole aquella noche. No podía olvidar la silueta de ese hombre, ni sus manos ni sus ojos; su mirada, recuerda, reflejaba odio, arrepentimiento y ¿amor? No estaba segura. Hacía tiempo que no estaba segura de nada. Se acariciaba los nudillos con devoción, haciéndose un daño que ella no tenía en cuenta. Buscaba esa silueta por las calles, y más de una vez bajo gritando creyéndola haberla reconocido, pero nada. Sólo sal, eternas estatuas de sal en sus sueños. Mordisqueaba la manzana con rabia, dejándose piel entre los dientes, saboreando el agua fresca entre sus labios. Taquicardia, la manzana al suelo, las dos manos al cristal, un grito ahogado de un nombre que ella no creía conocer. Otra vez esos ojos. Paralizada le sostuvo la mirada, no era sal. Lo vio regalar un paquete de tabaco, supo que era felicidad lo que se emanaba de esos ojos verdes. Se asustó, le temblaron las piernas y se agarró al cristal con los dedos desnudos. Era él.

Él la miraba entre el gentío, la veía asomada en la ventana mirandolo de par en par. Regaló su paquete. Sólo quedaba una. Casi había terminado su trabajo. La policía no puedo retenerle más de dos horas, siempre supo cuidar sus huellas. "No me mires así, yo no quería salvarte mujer, si por mi fuera, y así será, estarías muerta. Pero todo a su tiempo; y cierra la boca, se te van a secar las cuerdas vocales y no podrás gritar. Quiero oírte gritar, que llores toda tu belleza por los ojos, que sangres mi desprecio, mi amor. Que seas virgen al recibir a la muerte con lso brazos abiertos; serás digna de alabanza por tu muerte, y habré calmado mi sed."

domingo, 3 de enero de 2010

Farola


Llevaba meses lloviendo sin parar, el cielo parecía alquitrán y las farolas alumbraban de manera persistente, sin pestañear. Él se entretenía tirando chinas a un charco, el más profundo de su calle, uno de los más grandes de la ciudad según su juicio. Trataba de romper los cristales de una de esas farolas nuevas que había en la calle, de esas que pretendía dotar a la ciudad de un aire culto y reservado, una de esas de hierros retorcidos de tipo victoriano; pretendía agujerearla en el reflejo del charco, dilucidándola con el chapoteo del agua y las ondas concéntricas que formaba la piedrita al sumergirse... pero ahí seguía, firme, impertérrita, resurgiendo de las aguas con más brillo si cabe, desafiante y hermosa. Sus manos llenas de barro seguían rebuscando en el el hueco del árbol que era su mina, su cantera de piedritas. No miraba a nadie, solo quería destruir. La necesidad de romper, de desarmar algo que lo consolase era ya muy sabida por él mismo, pero esta necesidad, este grito interior de destruir tenía otros matices; que él no quería descubrir ni averiguar por completo.

Se sentía perdido, solo y apesadumbrado. Si pudiera definirse con un color lo haría con el negro, o con el gris; el negro es demasiado denso, tiene demasiados matices como para definirse tan complejo. Gris y rojo, el rojo sangre de sus mejillas y sus dedos teñían a las gotas más cercanas. Se dejó ir, no pudo dominarse: primero se arañó y luego se enzarzó en una pelea contradictoria contra él mismo sobre el cuerpo inerte de esa muchacha. Fumó y fumó, y sangró. Cada vez quedaban menos muchachas a las que asestar el golpe de gracia, y cada vez menos persona entre su ropa. Y la farola seguía allí, desafiante; testigo mudo de su desdicha, creyó verla reirse y guiñarle un ojo, un parpadeo minúsculo que iba dirigido hacia él. Y se levantó, una buena demostración de puntería y adiós a la farola bobalicona. Puntería y necedad la que se unieron para que, en unos segundos, se encuentre sentado en la parte atrás de ese coche con sirenas azules y rojas. Llevado a comisaría sin haberle preguntado siquiera su nombre. Y la sangre de su mano, y del frasco, seguían frescas.

viernes, 25 de diciembre de 2009

Corazón

- Había oído gritos en el callejón que está entre la calle Raíl y la calle Andén, me pareció raro que alguien gritase así porque sí, de manera gratuita. Al poco, me di cuenta de que los gritos continuaban y, aunque iba en dirección contraria, no pude evitar pararme a escuchar. Eran gritos de miedo y dolor, desgarraban las nubes y acuchillaban mi oídos. Mi curiosidad me ganó el pulso y me acerqué a ver que pasaba. Tardé en acostumbrarme a la oscuridad del callejón, entorné los ojos me esforcé y vi la silueta de aquel cabrón. Seguía teniendo los gritos en mis oídos, o eso creía yo, pero al fin conseguí vi a la mujer que los profería. Parecía que iba a salirse de su cuerpo por la boca. Me acerqué sin que me oyeran, aunque era imposible, la voz aguda de ella inundaba la cellja y rebotaba en las paredes. Ví manchas de algo rojo y espeso en el suelo, sangre supuse. Ví que el hombre jadeaba y que tenía los pantalones bajados, ella tenía la camisa rota, el sombrer oen el suelo y le faltaba un zapato. Cuando oí el primer golpe me sobresalté. - El sargento Ruíquez no pudo reprimir dos lágrimas mientras oía a aquel individuo. Repasaba la escena mentalmente, como si hubiera estado allí.
- Siga- dijo con voz temblorosa y casi inaudible.
- Entonces ví los ojos de ella mirándome en señal de auxilio, pude verle la cara llena de golpes y el labio sangrando. Me acerqué lo más silencioso que pude, pero ese cabrón se dio cuenta de que ella había dejado de gritar, se giró y me vio. Sin esperar el insulto que se creaba entre sus labios agarré lo primero que alcancé y le di en la cabeza. Tras varios golpes me quedó la certeza de que estaba inconsciente. Me costó no ensañarme, se lo juro; estaba fuera de mí. No sabía que decirle a aquella mujer, no sabía como consolarla. por eso me sobresalté al ver que me abrazaba fuerte y me daba las gracias en forma de lágrimas.

El sargento Ruíquez parecía no escuchar a aquel individuo que había ayudado a su mujer, seguía pensando en Alenne, todavía en el hospital. Se despidió con otro abrazo de gratitud, quedándose en su despacho mientras ese buen samaritano cerraba la puerta despacio. No vio el gesto de desprecio que salía de los ojos de él, ni pudo ver el arrepentimiento que se mostraba en su sudorosas manos...
La había tenido tan cerca, la había olido tan dentro. Perdió una maravillosa ocasión de acabar con su sufrimiento: el de ella y el de él. Si Alenne seguía con vida no era por falta de ganas, si no por exceso de compasión y una taquicardia odiosa. "Necesito café y una buena noche de tabaco" se fue pensando.

martes, 22 de diciembre de 2009

Sueño

Otra noche durmiendo en el suelo, otra vez ese dolor de espalda al que tanto cariño le había cogido. La sombra y el leve aleteo del suicidio ronda por la habitación; cristales rotos y lágrimas que dan fe de la amargura de su alma. Nota el frío mármol contra su mejilla, se extiendo intentando abarcar toda la superficie del salón mientras se pierde en sus sueños. Volvió a soñar con ella, con su funeral compartido: víctima y asesino compartiendo tumba. Sin duda sería un buen final. No le pesan en la conciencia las demás muchachas, jóvenes sin sueños que buscaban entre los despojos de la sociedad. Se cuela en su mente el tintineo de los frascos repletos del rojo elemento, de tacto viscoso y repulsivo al olfato. No merece la pena despertarse si no es con una buena razón, los sueños se llevarán las penas que no limpian las lágrimas.

Se gira, ahora es el otro riñón el que se encoge de frío, es el lado derecho el que soporta en silencio el peso de su cuerpo contra la superficie dura. Afuera sigue lloviendo, y se olvidó de cerrar la ventana; entran hojas murciélagos y agua como si no costase. Revolotean juntos por la estancia sin acercarse a él. Grita. Calma sus pesadillas con el desgarro de sus cuerdas vocales, con el exceso de saliva corrosiva que le quema el estómago al tragar. No es libre, no quiere serlo y nunca lo fue. Sueña con deseo el cuerpo de ella, quiere sentirla inerte entre sus brazos, ver como corre la sangre muerta por la comisura de sus labios: quiere terminar ya el juego macabro del que se siente preso. Se convenció de que el amor es sólo necesidad, una debilidad más para hacer mejor nuestra existencia, no se necesita amor; el amor no de de comer sino hambre. Provoca dependencia y sed de lengua, es el fuego en invierno que provoca quemaduras; un resfriado emocional mal curado que te marea. No, él no quería enamorarse.

martes, 15 de diciembre de 2009

Ella

Con la muerte todavía mezclada con su saliva, y las manos oliendole a tabaco, notó que se le calentaba el alma. Que era fuego lo que manejaba sus pensamientos, un odio irreconocible el que asaltaba su tren en marcha. Se sorprendió agarrando el cuchullo por el filo, apretando los dientes intentando contenerse; dejándose llevar por su más intimo sentimiento. Le latía el corazón en el cuello, en las manos se mezclaban el sudor y la sangre. Asomaba por su boca un grito de rabia y angustia, resentimiento y cobardía que intentaba no convertir en lágrimas: toda su coraza había caído al suelo, retumbando en sus oídos y rompiéndose en cristales. Puñetazo sobre la mesa. Los frasquitos llenos de sangre saltaron asustados. Su lengua decía palabras en una lengua que no entendía, pero captaba el mensaje, hablaba en susurros ensimismado en su pensamiento. "Pronto, pronto, pronto, pronto..." pensaba salivando odio.

Era su canción, su maldita canción perfecta que sonaba en la radio. Le arrancaba el corazón con cada nota de piano, y ni así podía odiarla. Su muerte era un sentimiento romántico que tenía interiorizado. Ella no podía morir; él no podía matarla, pero sólo podía quedar uno. Sólo él sabía que no podría vivir sin ella, que se le escapa el olor de su nariz cuando no está cerca; mata para poder saber que esta viva, que no corre peligro. Que no corre su peligro, el de él. Cae al suelo de rodillas con un ruido sordo, bien agarrado el cuchillo y el pelo manchado de sangre: sus ojos verdes brillan al ritmo de su tortura, de su secreto más personal. "Quiero ver tu reflejo manchado de rojo en este cuchillo, quiero oler tu sangre para saber lo que nunca tendré. Quiero perder. Sentir como se enfría tu piel por mi culpa, regalarme tu último aliento." Borracho de café y sufrimiento aporreó el suelo con las manos rojas, dejó huellas dactilares por el mármol dejando rastro de su desgracia. "Cuatro más y seré libre; cuatro más y estaré solo; cuatro más y ella no me seguirá"