domingo, 3 de enero de 2010

Farola


Llevaba meses lloviendo sin parar, el cielo parecía alquitrán y las farolas alumbraban de manera persistente, sin pestañear. Él se entretenía tirando chinas a un charco, el más profundo de su calle, uno de los más grandes de la ciudad según su juicio. Trataba de romper los cristales de una de esas farolas nuevas que había en la calle, de esas que pretendía dotar a la ciudad de un aire culto y reservado, una de esas de hierros retorcidos de tipo victoriano; pretendía agujerearla en el reflejo del charco, dilucidándola con el chapoteo del agua y las ondas concéntricas que formaba la piedrita al sumergirse... pero ahí seguía, firme, impertérrita, resurgiendo de las aguas con más brillo si cabe, desafiante y hermosa. Sus manos llenas de barro seguían rebuscando en el el hueco del árbol que era su mina, su cantera de piedritas. No miraba a nadie, solo quería destruir. La necesidad de romper, de desarmar algo que lo consolase era ya muy sabida por él mismo, pero esta necesidad, este grito interior de destruir tenía otros matices; que él no quería descubrir ni averiguar por completo.

Se sentía perdido, solo y apesadumbrado. Si pudiera definirse con un color lo haría con el negro, o con el gris; el negro es demasiado denso, tiene demasiados matices como para definirse tan complejo. Gris y rojo, el rojo sangre de sus mejillas y sus dedos teñían a las gotas más cercanas. Se dejó ir, no pudo dominarse: primero se arañó y luego se enzarzó en una pelea contradictoria contra él mismo sobre el cuerpo inerte de esa muchacha. Fumó y fumó, y sangró. Cada vez quedaban menos muchachas a las que asestar el golpe de gracia, y cada vez menos persona entre su ropa. Y la farola seguía allí, desafiante; testigo mudo de su desdicha, creyó verla reirse y guiñarle un ojo, un parpadeo minúsculo que iba dirigido hacia él. Y se levantó, una buena demostración de puntería y adiós a la farola bobalicona. Puntería y necedad la que se unieron para que, en unos segundos, se encuentre sentado en la parte atrás de ese coche con sirenas azules y rojas. Llevado a comisaría sin haberle preguntado siquiera su nombre. Y la sangre de su mano, y del frasco, seguían frescas.

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