viernes, 25 de diciembre de 2009

Corazón

- Había oído gritos en el callejón que está entre la calle Raíl y la calle Andén, me pareció raro que alguien gritase así porque sí, de manera gratuita. Al poco, me di cuenta de que los gritos continuaban y, aunque iba en dirección contraria, no pude evitar pararme a escuchar. Eran gritos de miedo y dolor, desgarraban las nubes y acuchillaban mi oídos. Mi curiosidad me ganó el pulso y me acerqué a ver que pasaba. Tardé en acostumbrarme a la oscuridad del callejón, entorné los ojos me esforcé y vi la silueta de aquel cabrón. Seguía teniendo los gritos en mis oídos, o eso creía yo, pero al fin conseguí vi a la mujer que los profería. Parecía que iba a salirse de su cuerpo por la boca. Me acerqué sin que me oyeran, aunque era imposible, la voz aguda de ella inundaba la cellja y rebotaba en las paredes. Ví manchas de algo rojo y espeso en el suelo, sangre supuse. Ví que el hombre jadeaba y que tenía los pantalones bajados, ella tenía la camisa rota, el sombrer oen el suelo y le faltaba un zapato. Cuando oí el primer golpe me sobresalté. - El sargento Ruíquez no pudo reprimir dos lágrimas mientras oía a aquel individuo. Repasaba la escena mentalmente, como si hubiera estado allí.
- Siga- dijo con voz temblorosa y casi inaudible.
- Entonces ví los ojos de ella mirándome en señal de auxilio, pude verle la cara llena de golpes y el labio sangrando. Me acerqué lo más silencioso que pude, pero ese cabrón se dio cuenta de que ella había dejado de gritar, se giró y me vio. Sin esperar el insulto que se creaba entre sus labios agarré lo primero que alcancé y le di en la cabeza. Tras varios golpes me quedó la certeza de que estaba inconsciente. Me costó no ensañarme, se lo juro; estaba fuera de mí. No sabía que decirle a aquella mujer, no sabía como consolarla. por eso me sobresalté al ver que me abrazaba fuerte y me daba las gracias en forma de lágrimas.

El sargento Ruíquez parecía no escuchar a aquel individuo que había ayudado a su mujer, seguía pensando en Alenne, todavía en el hospital. Se despidió con otro abrazo de gratitud, quedándose en su despacho mientras ese buen samaritano cerraba la puerta despacio. No vio el gesto de desprecio que salía de los ojos de él, ni pudo ver el arrepentimiento que se mostraba en su sudorosas manos...
La había tenido tan cerca, la había olido tan dentro. Perdió una maravillosa ocasión de acabar con su sufrimiento: el de ella y el de él. Si Alenne seguía con vida no era por falta de ganas, si no por exceso de compasión y una taquicardia odiosa. "Necesito café y una buena noche de tabaco" se fue pensando.

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